El tamaño de las pinturas

La pintura ha atravesado mi vida desde la adolescencia. A menudo acompañaba a mis padres a las exposiciones de pintura contemporánea abstracta, por las que tenían predilección. Así me familiaricé con las tendencias nuevas y crecí sin prejuicios contra lo nuevo. Pero pensándolo bien, puedo decir que me entusiasmaba fácilmente por todo lo que miraba. Además, durante mis estudios de historia del Arte adquirí el saber necesario para seguir mi examen sin, no obstante, haber logrado aguzar de manera satisfactoria mi espíritu crítico. ¿Fue falta de tiempo o falta de interés? Sea como sea. Sin embargo, me pregunté durante mucho tiempo por qué me gustaban, por así decirlo, exclusivamente las obras de gran tamaño en el arte abstracto. Pues es extraño que el tamaño de la obra pueda influir en el juicio que emito sobre el arte abstracto y en ninguna manera sobre el arte figurativo. La visita a la exposición sobre el pintor alemán Gerhard Richter, en la fundación Beyeler en Riehen, volvió a confrontarme con esa pregunta que ya me había hecho un año antes cuando había visto dos obras de la artista francesa Fabienne Verdier exhibidas en el Kunsthaus en Zurich.

Sus obras me pusieron en un estado de choque, de aturdimiento, de tensión emocional. Estuve cautivada por la fuerza, la energía que salía de los cuadros y de la que era imposible liberarme aunque estos dos artistas producen estilos inconfundibles, que no se pueden ni se deben comparar. Bueno, volviendo sobre la pregunta inicial, tengo que admitir que en ningún caso todos los grandes cuadros abstractos despiden tanta fuerza y emoción. Aunque no es una obra puramente abstracta tomo el ejemplo de uno de Los nenúfares de Claude Monet que está en el Musée de l’Orangerie en Paris: Su belleza provoca sencillamente una emoción inofensiva y beatifica. Además del tamaño ¿qué de diferente contienen estas obras? No es el color, pues las obras de Verdier de que se trata evocan la caligrafía china en blanco y negro. La fuerza violenta del acto creador que sentí al mirar las obras de Richter y Verdier se debe a otro factor que querría colocar en la elección de utensilios de trabajo poderosos. En efecto Richter necesita un rascador cortante y devastador que tiene el tamaño del lienzo, Verdier por su parte recurre a un pincel de dos metros hecho con numerosas colas de caballo que puede llevar hasta cien litros de pintura y que se mueve con un mecanismo semejante a una grúa. Usan herramientas que implican un acto atlético para realizar sus obras. Efectivamente planteo una pregunta justificada cuando delante de los cuadros reflexiono sobre la técnica de pintura, sino como explicar mi asombro y mi admiración. Pero, subrayando la importancia de los utensilios convierto la pintura en la hermana pequeña de la escultura.

Fabienne Verdier manejando su pincel, Bazaar Art, February 18, 2015

Para ilustrar mis declaraciones voy a describir los métodos de trabajo de estos artistas. Gerhard Richter pinta sobre telas de gran tamaño y pone varias franjas de color que se mezclan y se capan según su fluidez mientras las extiende horizontalmente con un rascador que tiene la altura del lienzo. Lo hace en un gesto como si quisiera sellar la superficie. Luego rasga y rasca las capas, destroza estas franjas y vuelve a cubrirlas con una nueva capa de color. Así genera una dinámica insólita, genera aplicaciones de color densas y crea una estructura compleja. La linealidad del gesto de Richter se opone a la centrifugidad del gesto de Fabienne Verdier. Como su dispositivo pesado y movible cuelga del techo y se maneja con un manillar, Verdier tiene que tomar impulso y en el acto canalizar la fuerza de la masa para producir en un movimiento los signos redondos. La intensidad y la precisión de su redondez dependen del control ejercido sobre la fuerza centrifuga del pincel. Tanto el uno como el otro idearon una técnica propia que les hace excepcionales.

Gerhard Richter, Wald, 2005, Artspecial Gerhard Richter, 2014

Pienso que hay otro argumento que explica mi emoción respecto a los dos artistas. Cuando estoy mirando obras grandes, me alejo de ellas, para crear distancia y percibirlas en su totalidad de modo que cuanto más lejos estoy menos intimidad se establece con la obra. Acercándome por el contrario hasta tener una distancia insignificante se abre un microcosmo que revela la obra en su profunda intimidad. Gracias a este ir y venir entre los dos modos de contemplación el espectador amansa la obra y se vuelve su amigo según las palabras del autor Saint-Exupéry.

Aunque mostré hasta qué punto los artistas controlan el proceso de creación, estoy convencida de que dejan mucho espacio al azar y otorgan todo el mérito a la propia obra.

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