René Magritte, Los días gigantescos, 1928

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René Magritte, Los días gigantescos, 1928

Como me encontraba en Bruselas, la ciudad en la que René Magritte había estudiado y vivido toda su vida, a excepción de tres años en París, planeé ir a su museo para tratar de comprender mejor a este artista que hasta ese momento era enigmático y desconocido a mi sensibilidad artística. Pero finalmente decidí visitar la exposición temporal DalíMagritte presentada en los Musées Royaux des Beaux-Arts de Belgique. Así, tuve la oportunidad de investigar a dos pintores que nunca habían tocado mi corazón. Quizás cambiara mi opinión. Tuve curiosidad por saber cómo se puede reunir a dos artistas tan diferentes aunque ambos pertenezcan al movimiento surrealista, el uno excéntrico, extravertido, al servicio del subconsciente, el otro metódico, reflexivo y al servicio de una ilusión que da a lo surreal la apariencia de la normalidad.

Andaba por las salas, cada vez más afectada por las obras, pasando cada vez más tiempo delante de ellas cuando me sorprendió un cuadro de Magritte. Vi cuatro manos, dos de ellas en una posición de rechazo y empuje, las otras dos abrazando la cintura de una mujer desnuda. Sin pensármelo más se me ocurrió una escena de acoso, ya que hoy en día todos estamos influidos por las noticias del movimiento #MeeToo que denuncia los abusos sexuales, sin embargo, dudé de mi primer juicio porque este tema no es familiar en la obra de Magritte y porque todavía no había logrado distinguir la estructura de lo que estaba representado. Duró algunos segundos hasta que me di cuenta de que las manos agresivas constituían la prolongación de la parte oscura en el lado izquierdo de la mujer. Se veía solamente el brazo, la cabeza y una parte de una chaqueta de hombre asaltando a su víctima. Prestando atención a la silueta del hombre se notaba que había algunos detalles que no se sometían a una representación real como su brazo superior o el pedazo triangular de la manga de su saco que falta entre las piernas de la mujer con el fin de continuar perfectamente con su silueta. Poco después, oh milagro, pude captar la silueta entera de la mujer delante del fondo grisáceo. Así, la escena violenta se producía dentro de la silueta, lo que podía significar que la expresión de horror que mostraba la cara femenina, no era la señal de un acoso sexual real, sino de una lucha interior que ponía en escena, de manera dramática y desde la perspectiva de la mujer, el demonio con el que cada uno se debe enfrentar. ¿Mujer u hombre? ¿Yo y superyó? Esa revelación facilitaba la lectura del cuadro porque permitía, más allá de la influencia estilística de los artistas contemporáneos a Magritte, como Maillol o Picasso, dar un sentido a los rasgos viriles y al cuerpo masculino de la mujer.

Magritte juega con las opiniones preconcebidas del espectador y lo desestabiliza cuando este va prestando más atención al tema tratando de averiguar el sentido que se esconde detrás de la primera impresión. A primera vista uno puede sentirse un voyeur que mira por el ojo de la cerradura y es testigo de una escena violenta, mientras que, al entrar en detalle, se siente lanzado a su dualidad existencial en la escena de la lucha interior. El artista engaña al espectador. Para este efecto se sirve no solamente de la iconografía, sino también del titulo que dio al cuadro, Los días gigantescos. Magritte une de manera inusual y ambigua dos palabras para definir los días representados en la pintura y así desea despertar en el lector una imagen confusa de la percepción del cuadro. Pero si se toma el sentido de “gigantesco” en su primera acepción derivado de los gigantes de la mitología griega, hombres salvajes o seres divinos, monstruosos e irreductibles luchadores que se rebelan contra los dioses, la lucha interior encarnada en el cuadro de Magritte se presenta al ojo del lector en toda su fuerza.

 

Sankt Moritz en Engadina

Por razones familiares paso desde hace 40 años muchas vacaciones en St. Moritz en Engadina y estoy familiarizada con la vida de este lugar turístico. Pero una vez me sentí totalmente extranjera en St. Moritz, lo que en verdad no debería parecer raro porque no soy suiza de nacimiento y por supuesto no autóctona de Engadina, sino una forastera itinerante.

Era la primera semana de agosto por la tarde y estaba apresurándome a hacer las compras en el supermercado Coop, comprando frutas que uno tiene que pesarlas por sí mismo, cuando una voz me preguntó en inglés si podría explicar como funcionaba la balanza para los alimentos. Giré la cabeza y me miró una cara de barba hirsuta que me permitió reconocer sin duda el origen religioso de la voz porque el hombre llevaba dos peots y el jasidim, el sombrero negro de los judíos ortodoxos. Contesté y miré alrededor. Me di cuenta de que muchas familias judías estaban haciendo sus compras. Se las podía distinguir de una sola mirada. Al mismo tiempo me llamaron la atención otras siluetas seguras de sí mismas, algunas, las damas sobre todo, de pelo rubio, vestidas con mucho gusto y al oírlas hablaban italiano. Me pareció estar en otro mundo: había solamente judíos ortodoxos e italianos elegantes. Sin embargo, estaba en Suiza y el asunto es que era agosto.

Desde la mitad del siglo diecinueve los judíos siempre han visitado el valle engadino después de que los ingleses se entusiasmaron con el buen aire y las insuperables horas soleadas. Fue el barón Willi de Rothschild el que inició la llegada a montones de los judíos a Engadina, ya que, cuando decidió pasar unos días en St. Moritz, no quiso prescindir de la comida koscher y pidió al hotel Ritz donde iba a alojarse que velara por el respeto de las reglas de su religión. Por supuesto, no se podía privar nada a un huésped de tal importancia. Así, la visita del barón abrió el camino a las familias judías que llegaron sobre todo de Israel, Bélgica y de los Estados Unidos a este valle maravilloso porque sabían que serían bienvenidas. Quizás también los hoteleros olfatearon un buen negocio y decidieron ofrecer una dieta koscher durante las semanas de presencia judía. Esta tradición se ha preservado hasta ahora. Entretanto Josef Berman abría el Hotel Edelweiss, el único que fue reservado para los judíos, que finalmente debió cerrar años después. Pero esto aún no explica porqué hay tantos miembros de la comunidad judía en los meses de julio y agosto en la región suiza alpina. El éxodo turístico coincide con el día de vigilia Tischa beAv, fiesta que marca el comienzo de las tres semanas de vacaciones para toda la comunidad de creyentes repartida por el mundo. Como en St. Moritz, Davos, Arosa y otros centros turísticos se puede comprar todo tipo de productos koscher, especialmente durante estas tres semanas, o, según las necesidades, se puede ir a hoteles que se dirigen a este segmento, hay una oferta muy propicia que invita a los judíos a reunirse en estos lugares.

Los habitantes de Engadina, por lo menos cada persona que tiene un trabajo basado en la comunicación, debe hablar italiano, lo que no parece ser un reto grande para la población cuya lengua oficial es el retoromano, ella misma una lengua latina. Aunque St. Moritz forme un enclave en el que se habla alemán, la población domina un italiano básico que resulta muy útil para la vida cotidiana. A decir verdad, la omnipresencia del italiano se debe a motivos económicos. Por un lado los trabajadores de temporada constituyen una parte de los italohablantes que están empleados en la hotelería y la gastronomía. No sé si la mayoría aún es originaria de Italia, pero sin duda los otros trabajadores extranjeros como los de Portugal, de Serbia o de Croacia se deben adaptar y hablar italiano, lo que crea un plurilingüismo italiano a veces gracioso. Por otro lado, la otra parte de los italohablantes consta de los trabajadores fronterizos que viven en Italia y trabajan en el sector de la construcción. Cada día hacen la ida y vuelta en coche y asumen un desplazamiento de más de dos horas y a menudo con 3000 metros de diferencia, dañando así su salud, para tener un empleo, por supuesto, mejor remunerado que en Italia. En suma, si uno planifica establecerse en Engadina, no puede evitar aprender, por lo menos, el abecé del italiano.

Pero los italianos, a causa de los que me sentí extranjera en el supermercado Coop, como lo expliqué al comienzo del texto, no tienen nada que ver con esos que pertenecen a la mano de obra ni tampoco con esos de la sociedad jet multimillonaria. Se trata meramente de la gente adinerada que goza de la vida simple y exclusiva en una región privilegiada. Por lo general, son milaneses ricos que huyen del trajín de la ciudad y encuentran la tranquilidad a una mera distancia de 170 kilómetros. Considerando su modo de vida, a primera vista nada les diferencia de los turistas suizos de clase media: hacen las compras en el supermercado ellos mismos, van de vacaciones con hijos y parientes, hacen senderismo y bicicleta, esquían, son propietarios de chalés equipados para recibir familia y huéspedes. Se puede decir que tienen una vida normal y saludable al aire libre, si no fuera porque se destacan continuamente en todas las situaciones. Tomemos por ejemplo la apariencia. Siempre van vestidos a la moda, no importa que hagan senderismo o las compras. A pesar de ello, no se nota particularmente su afición por la moda porque la llevan con discreción, como si nada los distinguiera del entorno, pero sabiendo pertinentemente que han optado por un vestido y un color convenientes, por un estilo preciso que será el distintivo que los señale. No necesitan colores chillones o ropas excéntricas. Por ejemplo, al caminar en las montañas prefieren el azul oscuro, pero un azul genuino con un toque de verde, y no un azul oscuro con un toque de rojo, un detalle tremendo, o el bermuda que descubre unas piernas bronceadas, aunque ya no muy tersas, o el pantalón largo bien ajustado, los calcetines de lana hechos a mano y los zapatos de cuero para la montaña. Incluso cuidan de su pelo largo y rubio pues con él muestran una leve y apropiada negligencia. ¡Cómo diablos hacen para tener este estilo! ¡Para nunca fallar¡ Las italianas – aquí hablo de las mujeres pero podría referirme también a los hombres – tienen aplomo y siempre dominan el terreno. ¡Bravo! Me gustaría seguir reflexionando sobre estos italianos caminando en la montaña. De verdad me entusiasma su elegancia discreta, pero me agota mucho su facundia ruidosa apenas se encuentran en grupos. A menudo los senderos están abiertos para los caminantes y los ciclistas. Como ciclista es horrible deber adelantar a un grupo de italianos. Nunca caminan de a tres, sino de a diez, charlando y ocupando toda la anchura del camino. Cuando finalmente se apartan de un paso para dejar espacio al ciclista, le echan una mirada reprobadora. ¿No oyen el timbre o no quieren ser molestados? Todavía no conozco la respuesta. A pesar de su arrogancia inherente los echarían de menos si faltaran en el paisaje étnico de Engadina porque representan entre los turistas todo lo que falta en ese jet set y en el suizo de clase media: tienen mucha clase y espontaneidad.

Estas anécdotas y reflexiones sobre los judíos y los italianos que encontré en una tarde de agosto en el supermercado muestran un aspecto de la vida publica en St. Moritz. También valdría la pena examinar de cerca el jet set que frecuenta el lugar entre la Navidad y los primeros días de enero, o a los deportistas de élite que se entrenan en verano, o a las personas de pelo blanco que acuden a los conciertos de música clásica por las mañanas de verano. Supongo que los observadores de la vida deberían estar gratificados.

Descubrimiento del Perú: un crisol grandioso de culturas y paisajes (fin)

6. Machu Picchu, Cuzco y nuestro guía

El viaje común con mi amiga se iba acabando. Emprendimos la última etapa a Cuzco y al Santuario Histórico Peruano de Machu Picchu. Tal vez porque me molestó el ritmo nervioso del viaje o tal vez a causa de la falta de competencia de nuestro guía Enrique, hubo sombras sobre estos días aunque hiciera sol y aunque me encontrara en dos lugares míticos y maravillosos. No pude vivir el momento presente. Digamos que a Enrique le atribuyo gran parte de la culpa. ¿Qué le reprocho? Desde el primer contacto en el aeropuerto de Cuzco y en el coche que nos llevó al hotel no estuve a gusto: su mirada que mostraba a un joven levemente arrogante, sus silencios, su manera de estar sentado y más. Aunque siempre suela dar una segunda oportunidad antes de juzgar prematuramente, en este caso no me equivoqué, estuve segura, y dije en francés – supuse que no entendía este idioma –  a Nicole lo que estaba pensando. Ella trató de matizar mi crítica y de defender al pobre Enrique. Pero muy rápidamente al día siguiente estuvimos de acuerdo. ¿Por qué decía «El pobre Enrique» hablando de sí mismo?  Hizo justamente el error de nombrarse así maniacamente creando una distancia entre sí mismo y su papel como guía. ¡Y qué pretención! Se creía ser un descendiente directo de la línea genealógica de un príncipe inca y estaba esperando con empeño el momento de probarlo con una análisis de ADN y de proclamarlo a todo el mundo. Como no reaccionamos como era debido al oír jactarse de su convicción principesca, lo repitió varias veces, lo que finalmente no mejoró nuestro humor y la opinión que teníamos de él.

¡El pobre Enrique! No tenía ninguna suerte frente a dos profesoras, a no ser que hubiera podido proveernos de suficientes informaciones durante los recorridos. Ni siquiera en relación con esto pudo afirmarse. Cuando al final de nuestra estancia en Cuzco nos en-tregó el formulario de evaluación que debía devolver a su agencia de viaje, no pude menos que escribir una mala apreciación. Espero que su jefe le haya reprendido y que él haya cambiado su actitud con los turistas.

Sí, Cuzco es una ciudad mítica que despide fuerza y protección. No sorprende que fuera la capital del Imperio Inca y que los Españoles la apreciaran mucho construyendo iglesias, palacios y la Plaza de Armas, pero también apelando a lo que ya estaba cons-truido. Muros megalíticos todavía forman el fundamento de los edificios y les dan algo de indestructible, de eterno, de indomable. Se encuentra un ejemplo majestuoso de la solidez de las construcciones incas en el complejo de Sacsayhuaman, una fortaleza ceremonial ubicada a dos kilómetros de Cuzco que ofrece una vista panorámica única de las montañas, los valles y la ciudad. Remito a los numerosos guías que describen de manera exhaustiva la riqueza artística de la ciudad, pero, además de los edificios sagra-dos y profanos, no se debe olvidar mencionar la escuela de pintura cusqueña para rendir honor al rango de Cuzco en el patrimonio cultural de Perú.

Sí, Machu Picchu es una obligación imprescindible. Esta obra maestra inca de arquitectura e ingeniería debe ser parte obligada de un viaje por Perú porque figura entre las siete nuevas maravillas del mundo, porque a pesar de que es un imán turístico todavía hay un velo de misterio sobre el conjunto, porque se ubica en un paisaje de montañas altas e impenetrables que se recorren por un único camino que fue trazado por los Incas y que una expedición sueca redescubrió en el año 1942 y porque tus amigos te preguntarán si estuviste en Machu Picchu. Si quieres evitar una explicación que no será satisfactoria, lo mejor es que conozcas este sitio. Fui allí y no me arrepiento del tour. Pero habría debido acercarme lentamente, a pie, y no tomando el tren y el bus con la masa turística. Así se robaron mis recuerdos. Voy a tratar de explicarme. Sí, recuerdo lo que vi, pero mis recuerdos se solapan con las imágenes que había visto en internet o en los libros, son recuerdos muertos porque no pude vivir un choque emo-cional. Si hubiera subido a Machu Picchu tomando el camino inca – no importa si hubiera hecho una marcha de un día o más -, me habría apropiado del terreno, paso a paso, de un punto de vista al otro, del dolor de pie al dolor de rodilla tal vez, y podría guardar recuerdos vivos incluso sobreembellecidos, pero auténticos.

En el aeropuerto de Lima nuestros caminos se separaron. Despegué a Guayaquil siguiendo a Galápagos, y Nicole se fue a Santiago de Chile para unirse a una amiga suiza y viajar tres semanas por Chile.

No soy una turista, no soy una viajera, pero me gusta marcharme para salir de mi zona de bienestar protectora. Alejarme un kilómetro o mil kilómetros no importa, descubrir y sentir lo nuevo, guardarlo en mi cuerpo para gozar de ello una vez de vuelta en mi hogar y anhelarlo de nuevo porque sé que he perdido la intensidad del momento. Este vaivén del anhelo entre partir y volver me permite ganar la pelea contra la rutina (Paul Morand, 1888-1976) y mantenerme vital.

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5. Los sitios archeológicos de Pucará y Raqchi, el barroco andino en Andahuaylillas

 

Me alegré de hacer la etapa siguiente hasta Cuzco en bus a lo largo del antiguo camino inca. Tomamos un bus turístico, es decir que un guía comentó en español y en inglés los puntos interesantes y los monumentos visitados en cada parada durante el viaje de diez horas. Aunque debí soportar el trámite turístico – como se pudo notar hasta ahora no me gusta mucho estar en la multitud – disfruté muchísimo el recorrido. El bus paró en Pucará, en el paso La Raya, en las ruinas de Raqchi, en Urcos y en Andahuaylillas antes de llegar a Cuzco.

A través de mis lecturas al preparar mi viaje a Perú me asombré de la gran cantidad de culturas antiguas que poblaron el país y me pareció una lástima limitar mis visitas de sitios arqueológicos a las pocas culturas previstas en el recorrido. Sin embargo, fuimos premiadas en esta etapa hasta llegar a Cuzco, pues pudimos ver muchos restos arqueo-lógicos. La primera parada en Pucará, el sitio de una cultura que acabó en el siglo VI d.C. y cuyo Museo Lítico visitamos, alberga estelas, esculturas y monolitos sobre todo antropomorfos que se destacan por la crueldad de las escenas representadas. Además de los artefactos expuestos en el museo me llamó la atención una frase del joven guía que cuidó de nosotros. Nos mostró su cara y apuntó a su dentadura, más precisamente a sus dientes caninos que sobresalen porque son más largos y delante de los otros. Nos indicó que esta particularidad era un signo de la etnia polinesia, lo que probaba, que él, hijo de Pucará, tuvo antepasados de Polinesia. Formuló la tesis de que no llegaron directamente a Suramérica sino que pescadores o aventureros salieron de la Isla de Pascua, que per-tenece a la Polinesia, y se establecieron en América del Sur. Aunque Pucará no está situado cerca de la costa, hay un hecho lógico que muestra la conexión entre Pucará y la Isla de Pascua, pues en «la costa del Pacifico se han encontrado evidencias Pucara en los valles de Moquegua y Azapa (Arica – Chile)» (Wikipedia). Aparentemente hay una influ-encia pascuense o rapanui en las obras que están expuestas en el Museo Lítico. Respecto al joven guía que se refiere a sus origines polinesios, se podría suponer que tiene estos rasgos específicos porque sus antepasados fueron víctimas de los traficantes peruanos de esclavos que importaron en el siglo XIX mano de obra barata para trabajar en la agricultura. En la duda prefiero por supuesto la hipótesis del aventurero.

Después de recorrer el paso La Raya (4338 msnm) que forma la línea divisoria de las aguas entre el Pacífico y el Atlántico, nos paramos a visitar las ruinas de Raqchi. Se trata de un sitio arqueológico incaico en adobe que asombra por las dimensiones del templo que se llama el Templo de Viracocha: «Tiene una enorme estructura rectangular de dos pisos que mide 92 metros de largo por 25,5 de ancho.» (Wikipedia) Antes de ser destruida por los Españoles, se puede decir que el templo tenía el techo más grande en el imperio incaico. Además, el sitio no consta solamente del edificio religioso, sino también de un complejo económico abarcando almacenes alineados de planta circular, un fenómeno raro porque los Incas solían construirlos de forma cuadrada, en los que se guardaban grano, pescado, carne y otras reservas de nutrición.

La parte que se extiende 50 kilómetros al sur de Cuzco y que participa de la ruta del barroco cuzqueño me encantó particularmente y, para mi vergüenza, me obliga a aprobar la intervención de los jesuitas en el proceso de colonización de los Andes, pues gracias a este acto bárbaro se construyeron iglesias muy hermosas que no existen en ningún lugar que conozca. La Iglesia de San Pedro Apóstol en Andahuaylillas y el templo de Canincunca con la Capilla de la Virgen Purificada en Urcos son dos ejemplos del barroco andino. Tal vez me equivoco de templo y lo confundo con el Templo de San Juan Bautista en Huaro. En el fondo no importa porque están construidas y decoradas en el mismo espíritu que muestra el contraste entre el renacimiento popular en el exterior y el barroco en el interior. Sin embargo, la Iglesia de San Pedro Apóstol destaca por su rique-za decorativa en la fachada frontal. A pesar de su sencillez los edificios se imponen a la mirada. Su volumen armonioso y sobrio cabe en el entorno del pueblo y gracias a las proporciones tiene en cuenta la vida sencilla de la población rural. Ubicados sobre una plataforma empedrada y enlucidos de yeso blanco, sus portales coloreados o de piedra roja subrayan la entrada para invitar al parroquiano a visitar la iglesia.

Precisamente al ingresar al templo el visitante se queda embobado por el espectáculo que nunca habría podido vislumbrar desde el exterior: son fuegos artificiales de color, de sombra, de pan de oro, de escenas bíblicas, de lo sagrado cristiano mezclado con la ico-nografía de la mitología de los Incas que adornan las paredes, los muros y los techos sin que ningún espacio esté exento de decoración, una abundancia que había visto ya en la Capilla de San Ignacio en Arequipa pero que allí, y en otro estilo, se apuntaba hacia otro público más bien español porque esta Capilla era originalmente la sacristía de la Iglesia de la Compañia de Arequipa.

!Que maravilloso, imponente, lleno de contraste este arte que encontré durante el viaje!

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4. El lago Titicaca

 

En la etapa siguiente fuimos al lago Titicaca, a un hotel que estaba situado en la orilla del lago. Al llegar noté cuatro caras conocidas que ya había visto en el restaurante del hotel en el Cañón del Colca y que pude muy pronto definir como provenientes de Suiza – al menos un tipo del grupo – porque reconocí las zapatillas de deporte de la marca ON. Cada Suizo auténtico lleva las ON para hacer deporte, para hacer turismo, para ir por la ciudad, para caminar. Es la marca por excelencia en la Suiza alemana, por lo menos, porque fue desarrollada por un ingeniero de la ETH en Zúrich y porque la población de esta parte de Suiza sigue la moda fuera de lo normal. Nicole les dirigió la palabra en suizo alemán, pero fue recibida fríamente. ¡Llevaba ON! y sobre todo parecía engreído. Dicho sea de paso, yo también  tiendo a comportarme así en la misma situación, pero soy yo y no este Suizo. ¿Por qué menciono a este grupo de compatriotas? Porque nos encontramos en los dos lugares, en el Cañón del Colca y en el hotel en la orilla del lago Titicaca sin tomar el mismo camino. A pesar de las apariencias no es una información de bagatela, pues gracias a que ellos habían tomado otro camino, del Colca a Puno directamente, pudieron ver otras cosas que nosotros nunca vimos, ya que nuestra agencia nos obligó a volver a Arequipa perdiendo así un tiempo muy valioso. Sin embargo, este hecho me permitió recibir una botella de vino que la agencia turística me regaló después de que me había quejado con respecto a este descuido de la organización.

Ahora volvemos al tema. Nuestra guía para la visita de la zona del lago Titicaca, Nelly, logró trasmitirnos su pasión por la cultura de los Uros de la que proviene. Nos explicó que las islas flotantes se construyen con totora, una planta acuática que crece en el lago, y que el pueblo uro sigue viviendo de acuerdo a la tradición ancestral, es decir, habita en las islas en viviendas de totora, se alimenta de la pesca en el lago, de la caza de aves y de la producción agrícola en las zonas alrededor de las islas. También truecan totora para obtener productos que necesitan. En los últimos años el turismo se ha incrementado mucho y ha contribuido al desarrollo de los servicios ofrecidos a los turistas, como por ejemplo el alojamiento en las viviendas, la cocina o la artesanía. Gracias a estos ingresos adicionales los niños pueden ir a la escuela y seguir estudiando en la universidad, lo que, no obstante, esconde el peligro de la despoblación de las islas y también en parte el peligro del desarraigo. En general, parece que la cultura uro, sin embargo, no va a extinguirse. La belleza del lago Titicaca no puede dejar indiferente a nadie. Su inmensidad, su carácter castizo y único, su tranquilidad le atribuyen un sitio privilegiado en mi corazón.

Durante el recorrido visitamos una pequeña isla donde vivía una familia grande. Fuimos acogidas con alegría, la mujeres, que están solas, nos mostraron sus espacios cotidianos, hablaron con nosotros, nos ofrecieron algo de comer. Pasamos unos momentos muy simpáticos. Empero, en la etapa final de la visita me confronté con un rasgo obtuso de mi carácter que conozco desde siempre. Nuestras anfitrionas destaparon las bolsas en las que se encontraban los objetos tejidos y bordados o los objetos de paja y de cerámica que presentaban a los turistas para comprar. Y sentí un poco de amargura, porque me sentí obligada a comprar cosas que no quería comprar y que, sin embargo compré mostrándome una vez más que no era leal conmigo misma. Es lógico que actúen así, y es claro que los turistas lo encuentren normal, y es terriblemente difícil superarme y reorientarme mentalmente para entender la realidad turística. Bueno, o dejamos ahí.

Ya he mencionado el mal de altitud en la entrada precedente. Aquí, en la zona del lago Titicaca estuvimos a una altura de 3800 metros y el mal de altitud le afectó a Nicole con una fuerza imprevista que nos obligó a llamar al médico después de la excursión por el lago. No era más que una piltrafa humana y yo, por suerte solamente, una media piltrafa, porque tenía solamente dolores de cabeza. El médico entró en la habitación, de paso calmo, grande, con la voz suave, como el salvador al que uno se va a entregar. Dijo que el mal de altitud era una lotería que tocaba a una de diez personas no acostumbradas a una altura muy alta. Además de inyecciones de un medicamento que no conozco, prescribió dos sesiones de oxígeno a Nicole y, de pasada, una para mí. Obraron milagros. Insistió en que bebiéramos cinco litros de agua por día, una cantidad poco realista que no pude lograr.

Por la noche recordé las magnificas imágenes de la naturaleza que me había encantado hasta ahora y pensé en como iba a superar los signos de mi cuerpo en los días futuros. Por lo menos sabía como remediar rápidamente la indisposición.

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3. El Cañon del Colca

 

Al día siguiente, muy temprano por la mañana, apenas después de la salida del sol, Hermann y su chofer estaban esperándonos en un minibús delante del hotel. Como íbamos a emprender un viaje muy largo hasta el Cañón del Colca y como me faltaba un poco de sueño, subí en el coche de mala gana. Muy rápidamente me impresionó la belleza del campo, la naturaleza intacta que soló permite la vida a las alpacas y a otros camélidos de su especie. En este contexto me instruyó Hermann sobre cómo diferenciar entre la llama, la alpaca, el guanaco y la vicuña fijándome en la envergadura, la patas, las orejas y el pelaje de estos camélidos. ¡Un ejercicio que nunca voy a olvidar! El cansancio se desvaneció, pero de a poco se coló en mi cuerpo el mal de altura, un malestar con dolores de cabeza que nunca había conocido y, a pesar de que mastiqué hojas y pastillas de coca y bebí té de coca continuamente, no me sentí mejor. Por desgracia, este nuevo fenómeno me persiguió durante algunos días todo el tiempo que estuve sobre los 2500 metros.

¡Cuánto me había alegrado la idea de ver al cóndor antes de empezar mi viaje! ¡Y qué triste fue constatar mi decepción! Primero lo vi de cerca, sentado sobre la roca y echándose a volar, me sorprendió y me encantó durante esta fracción de segundo. Unos minutos más tarde estuvimos de pie, arrimadas a la baranda que nos protegía de una caída al cañón, esperando en una línea de turistas que un cóndor apareciera en el horizonte. Uno apareció, se veía como una breve sombra entre los cerros, toda la gente sacó su cámara para captar su vuelo, fracasó o lo logró, yo también. Pero el corazón ya no estaba allí. ¿Porque es una atracción turística? ¿O porque ya había visto al cóndor de muy cerca? ¿O porque se parece al buitre que conozco desde mi infancia? O …. Retrospectivamente diría que fue porque lo vi de lejos, un minúsculo punto volante en medio de los gigantescos bastidores montañosos, y que por otro lado no soporto sentirme turista entre otros turistas.

Volvimos a Arequipa por otra ruta e hicimos una parada para almorzar en un pueblo. Normalmente el guía y el chofer nunca comen con los huéspedes. Esta vez estuvimos los cuatro en una mesa, hablamos de lo divino y de lo humano gozando del momento. Hasta que el chofer me preguntó si estaba soltera. Lo negué y conté por qué no viajaba con mi marido. Seguimos hablando de la vida en pajera, de las mujeres etc.. Sin que pudiera adivinar si estaba jactándose o hablando en serio, contó que estaba comprometido con una mujer de la edad de su hija y que tenía algunos hijos con otras mujeres, y sostuvo una opinión sobre ellas que me pareció abusiva, sinvergüenza y machista. Le sorprendió que gozara de tal libertad de movimiento. ¿Es un modelo de vida común en Suiza?¿Se dejan las pajeras otras libertades? Son preguntas que el chofer hizo, medio bromeando medio captando quizás un signo de apertura, claramente equívoco, de mi parte, mientras seguía diciendo sin ninguna segunda intención que hay probablemente un mejor equilibrio de poder en las pajeras suizas que en las del Perú tanto financieramente como en la consideración intelectual y sexual. Noté que Nicole se había retirado de la conversación, pero no presté atención a este hecho. Por su parte, Hermann había dejado la mesa para ver por algo de comer. Mi comportamiento “irresponsable provocó la primera discordia con mi amiga que me lo reprochó más tarde al cenar en el hotel. Había rebasado los limites de lo permitido con el chofer que estaba a nuestro servicio. ¿Dónde están los limites en una situación como aquella? ¿Que está permitido y que está prohibido? Nunca el chofer expresó intenciones concretas, nunca dirigió la conversación hacia un tema obsceno, nunca me tocó. ¿Habría debido intervenir y parar ese momento de ligereza? Indubitablemente Nicole se había sentido avergonzada por la conversación durante la comida, lo que explica, en mi opinión, su reacción excesiva.

Releyendo mis reflexiones del recorrido me doy cuenta de que muestran dos días de incompatibilidad, que en realidad no me molestaron demasiado.

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2. Arequipa

 

Arequipa, la ciudad blanca, fue la siguiente estación y no decepcionó mis expectativas. Hermann, nuestro guía, que, por cierto, me cayó bien porque era muy culto y caótico – periodista de primera formación, se cambió al turismo para ganar un poco más dinero y, especialmente, porque hablaba bien alemán gracias a una estancia que hizo en Schaffhausen durante sus años escolares – supo como introducirnos al arte de la escuela arequipeña. En camino entre el aeropuerto y Arequipa hicimos una pausa en Yanahuara, un pueblo afamado por su Mirador que ofrece una vista admirable de la ciudad blanca y por su templo católico, la Iglesia San Juan, que está dedicada a San Juan Bautista. Contemplando la fachada de esta iglesia nos mostró detalles que caracterizan el arte de Arequipa en el barroco mestizo sudamericano; es decir, la elaboración compleja y completa de la piedra blanca de sillar como si se tratara de arte mudéjar y, también, la introducción de elementos andinos en la iconografía cristiana. Verdaderamente, un acercamiento sencillo y cuidadoso, lo que le agradezco mucho porque la visita de la iglesia de la Compañía que hicimos pocas horas después, ya en la capital, habría perjudicado la percepción de los matices del arte arequipeño. Pero adelantemos sistemáticamente. Nos condujeron al hotel Casa Andina Premium, un upgrade del hotel reservado, lo que me parecía una pena, dado que nos quedamos en la habitación solamente para dormir sin disfrutar plenamente de ese espacio tan acogedor. La grata sorpresa al entrar en los hoteles se repetía cada vez y pertenecía a fin de cuentas al placer de viajar. Y está bien así, pese a su excesivo lujo. Como nuestro tiempo en la ciudad era limitado, tuvimos que hacer la visita por la tarde. Empezamos con el centro de la vida social, la Plaza de Armas. Fuimos acogidas por una salva de disparos, no en nuestro honor, sino para celebrar la llegada de una persona más importante que nosotros. Lo que me asombró fueron los estallidos que aquí manifestaban alegría y que yo refiero más bien a un acontecimiento agresivo. Mucho ruido para nada. La Plaza de Armas fue una experiencia increíble. Verde por los árboles, las palmeras, las araucarias, blanca por la piedra de sillar con la que los españoles construyeron las líneas inquebrantables de arcos en estilo colonial alrededor de la plaza, azul por el cielo sin nubes que nos esperaba, gigantesca por sus medidas y por el predominio de la catedral. No obstante, me parecía como si la plaza flotara o como si yo flotara. Seguimos caminando y subimos al primer piso de uno de los arcos. En ese momento me di cuenta de que el suelo no estaba plano, sino levemente inclinado hacia la catedral. ¿Puede esta ligera inclinación explicar mi sentido de extrañeza? Nunca lo sabré.

Hasta ahora he aludido al arte arequipeño cuyo culmen se halla en la Basílica Catedral o en la Iglesia de la Compañía, dos edificios que los Jesuitas hicieron construir. El diseño procede de España, pero es nativo el tallado de la piedra y los motivos en la mayor parte de la decoración. Un ejemplo del diseño español se encuentra en las pilastras muy ornamentadas, un ejemplo de la presencia nativa se encuentra en el uso del puma como motivo. Este barroco latinoamericano se denomina también el churrigueresco. Es en la Capilla de San Ignacio que vi la cumbre del arte decorativo arequipeño. Las paredes y la cúpula de la Capilla no dejan ningún espacio sin color y crean un ambiente tropical con extensas enredaderas de flores exóticas que alternan con frutos y pájaros de vívidos colores. Me encontré en un invernadero tropical que me parecía no tener nada que ver con lo sagrado.

Para completar la visita de Arequipa fuimos al Monasterio de Santa Catalina. Entramos en una pequeña ciudad dentro de la capital, en un cofrecillo de colores vivos rojo, azul, blanco, en el que reinaba el silencio y el orden a pesar de la visitas guiadas. Anduvimos por las calles, dimos un vistazo a las celdas y a las habitaciones que las monjas habitaban y estábamos llenas de admiración por la vida austera y espartana a la que las monjas se sometieron al entrar en la orden. Cerca de ese movimiento turístico viven todavía en un parte aneja al monasterio unas veinte monjas recluidas y aisladas de la vida exterior, lo que le confiere un misterio atemporal al complejo monasterial.

Aunque no fuimos al Museo Santuarios Andinos que aloja a la Juanita, una de las niñas incas que fueron sacrificadas y enterradas en la cumbre glacial del Ampato y que fueron descubiertas en1995, creo que tuve una impresión exhaustiva y durable de Arequipa. Me encantó esta ciudad.

Descubrimiento del Perú: un crisol grandioso de culturas y paisajes

Antes de emprender mi viaje a Perú me había propuesto poner por escrito mis recuerdos aprovechando el español que estoy aprendiendo, usando así el único medio que me gusta y que me ha dado buenos resultados hasta ahora. Me imaginé escribir textos de diferentes tipos a partir de algunas fotografías representativas de los momentos más importantes para dar un toque literario al producto final. Habría querido crear textos en un estilo afín al que empleé en mi libro sobre Yves d’Anglefort. De vuelta en Suiza, me di cuenta de que mi imaginación se había secado. Por eso opté por otro tipo de texto y elegí una forma que mezcla las impresiones personales y la relación de viaje, una forma que finalmente me gusta, pero que se dirige más bien a mí que a otro destinatario, cuyos contenidos, sin embargo, creo necesario compartir.

1. Lima

Ya hace tres semanas que volví de mi estancia en América del Sur y debo de constatar que mis recuerdos se han atenuado de manera muy tangible, aunque me sirva de las pocas fotografías que hice durante el viaje para darles vida. En general las fotografías fijan lo vivido sin darle de nuevo la intensidad del momento. Sea como fuere, lo que fue importante para mí se me queda y nadie podrá robármelo.

Nosotras (es decir Nicole, una amiga que compartió el viaje, y yo) fuimos recogidas en el aeropuerto por el guía que nos acompañó en Lima y conducidas a nuestro hotel situado en Miraflores. Welcome Drink inevitable, ¡un pisco sour!

Partí a Lima teniendo dos imágenes contrarias de la ciudad, basadas en las diferentes perspectivas de dos personas que me habían hablado mucho del Perú, lo que me obligaba a tomar una actitud crítica desde el primer momento. Para una, Lima es una ciudad hermosa; para la otra es una ciudad horrible. Nuestro guía nos mostró en particular el centro histórico, el Convento de San Francisco y el Museo Larco. Esto es lo que por lo menos recuerdo. Además, organicé un tour por los Pueblos Jóvenes, guiado por un ingeniero agrícola alemán que está comprometido con los pobres de Lima ya desde hace 25 años. Nuestros paseos personales se limitaron a Miraflores, puesto que tuvimos que descansar del vuelo y de la diferencia horaria.

Sí, lo que vi paseando por el centro de Lima me gustó, pero no me encantó. A excepción del museo Larco que me emocionó por la riqueza de sus obras expuestas, la claridad de su concepto y el montón de informaciones, todo situado en una villa maravillosa, no encontré un lugar que me impresionara o que me cautivara completamente. Es un museo arqueológico privado que conserva obras provenientes originalmente de los sitios situados en la costa norte del Perú y que su fundador y arqueólogo Rafael Larco Hoyle incrementó con artefactos de otras culturas adquiridos a lo largo de sus viajes por el Perú. Por otro lado, los Pueblos Jóvenes fueron una revelación porque tenía el prejuicio de que iba a encontrar la pobreza que inspira compasión, pero no fue el caso. Me sorprendió sobre todo la enormidad de estas zonas y que fuera posible vivir una vida “normal” en un entorno tan precario. Evidentemente mi sensibilidad política se ha atenuado en el transcurso de mi vida.

Por suerte tuvimos algún tiempo para formarnos una idea del barrio de Miraflores. Fuimos por la tarde al famoso centro comercial Larcomar que está ubicado al borde del acantilado. Por supuesto, mi corazón latió más fuerte al descubrir la vista panorámica sobre la infinita bahía de Lima que se confundía con el cielo gris. Mi corazón latió aún más fuerte también al pensar qué infierno podría ocurrir en caso de sismo, una espada de Damocles que nunca iba a olvidar durante los dos días en Lima porque en mis recorridos iba a ver señalizaciones en cada esquina pidiendo a la población que se dirigiera a este sitio en caso de terremoto. ¡Cuesta acostumbrarse! El centro comercial Larcomar goza también de buena reputación por sus restaurantes. Allí mi nervio gustativo se intensificó al comer, sin exagerar, el más delicioso atún de mi vida. Sin embargo, hubo otro lugar que hizo latir fuerte mi corazón, fuerte y con cariño: en el Parque Kennedy me llamaron la atención los muchos gatos en el césped. Andando por el parque me sorprendió un cartel que explicaba el porqué de la invasión de estos gatos felices y los esfuerzos y el amor dados por las organizaciones privadas para cuidarlos y evitar una propagación perniciosa. De gatos de caza se convirtieron en gatos de salón. Se los alimenta, vacuna, esteriliza, fotografía, admira y adopta. Anhelé adoptar uno, imaginé como llevármelo y sorprender a mi familia con un gato peruano. Por suerte ¡soy realista! Cerca del Parque Kennedy nos sentamos en la terraza de un restaurante de estilo parisino muy acogedor, quizás porque un camarero un poco mayor me atendió de manera muy graciosa e inusual en Suiza.

¿Es Lima una ciudad fea o hermosa? Tal fue el punto de arranque. No estoy de acuerdo con ninguna denominación, menos con la opinión de fealdad. Aunque probablemente haya en Lima barrios que se pueden calificar de feos como en todas las ciudades del mundo, incluso en Zúrich, nunca me sentí mal y nunca tuve la necesidad de irme de un lugar. Lima no es fea. ¿Es Lima hermosa? Tampoco. Por supuesto, admiré objetos, monumentos, zonas muy bellas, pero me faltó el hilo que reuniera esas zonas y las transformara en un conjunto coherente que haga olvidar los huecos que no pertenecen a la idea de belleza. Más bien parece contradictorio caracterizar de manera absoluta una ciudad de 8.5 millones de habitantes que tiene un rico pasado y que sigue expandiéndose rapidísimamente.