Por razones familiares paso desde hace 40 años muchas vacaciones en St. Moritz en Engadina y estoy familiarizada con la vida de este lugar turístico. Pero una vez me sentí totalmente extranjera en St. Moritz, lo que en verdad no debería parecer raro porque no soy suiza de nacimiento y por supuesto no autóctona de Engadina, sino una forastera itinerante.
Era la primera semana de agosto por la tarde y estaba apresurándome a hacer las compras en el supermercado Coop, comprando frutas que uno tiene que pesarlas por sí mismo, cuando una voz me preguntó en inglés si podría explicar como funcionaba la balanza para los alimentos. Giré la cabeza y me miró una cara de barba hirsuta que me permitió reconocer sin duda el origen religioso de la voz porque el hombre llevaba dos peots y el jasidim, el sombrero negro de los judíos ortodoxos. Contesté y miré alrededor. Me di cuenta de que muchas familias judías estaban haciendo sus compras. Se las podía distinguir de una sola mirada. Al mismo tiempo me llamaron la atención otras siluetas seguras de sí mismas, algunas, las damas sobre todo, de pelo rubio, vestidas con mucho gusto y al oírlas hablaban italiano. Me pareció estar en otro mundo: había solamente judíos ortodoxos e italianos elegantes. Sin embargo, estaba en Suiza y el asunto es que era agosto.
Desde la mitad del siglo diecinueve los judíos siempre han visitado el valle engadino después de que los ingleses se entusiasmaron con el buen aire y las insuperables horas soleadas. Fue el barón Willi de Rothschild el que inició la llegada a montones de los judíos a Engadina, ya que, cuando decidió pasar unos días en St. Moritz, no quiso prescindir de la comida koscher y pidió al hotel Ritz donde iba a alojarse que velara por el respeto de las reglas de su religión. Por supuesto, no se podía privar nada a un huésped de tal importancia. Así, la visita del barón abrió el camino a las familias judías que llegaron sobre todo de Israel, Bélgica y de los Estados Unidos a este valle maravilloso porque sabían que serían bienvenidas. Quizás también los hoteleros olfatearon un buen negocio y decidieron ofrecer una dieta koscher durante las semanas de presencia judía. Esta tradición se ha preservado hasta ahora. Entretanto Josef Berman abría el Hotel Edelweiss, el único que fue reservado para los judíos, que finalmente debió cerrar años después. Pero esto aún no explica porqué hay tantos miembros de la comunidad judía en los meses de julio y agosto en la región suiza alpina. El éxodo turístico coincide con el día de vigilia Tischa beAv, fiesta que marca el comienzo de las tres semanas de vacaciones para toda la comunidad de creyentes repartida por el mundo. Como en St. Moritz, Davos, Arosa y otros centros turísticos se puede comprar todo tipo de productos koscher, especialmente durante estas tres semanas, o, según las necesidades, se puede ir a hoteles que se dirigen a este segmento, hay una oferta muy propicia que invita a los judíos a reunirse en estos lugares.
Los habitantes de Engadina, por lo menos cada persona que tiene un trabajo basado en la comunicación, debe hablar italiano, lo que no parece ser un reto grande para la población cuya lengua oficial es el retoromano, ella misma una lengua latina. Aunque St. Moritz forme un enclave en el que se habla alemán, la población domina un italiano básico que resulta muy útil para la vida cotidiana. A decir verdad, la omnipresencia del italiano se debe a motivos económicos. Por un lado los trabajadores de temporada constituyen una parte de los italohablantes que están empleados en la hotelería y la gastronomía. No sé si la mayoría aún es originaria de Italia, pero sin duda los otros trabajadores extranjeros como los de Portugal, de Serbia o de Croacia se deben adaptar y hablar italiano, lo que crea un plurilingüismo italiano a veces gracioso. Por otro lado, la otra parte de los italohablantes consta de los trabajadores fronterizos que viven en Italia y trabajan en el sector de la construcción. Cada día hacen la ida y vuelta en coche y asumen un desplazamiento de más de dos horas y a menudo con 3000 metros de diferencia, dañando así su salud, para tener un empleo, por supuesto, mejor remunerado que en Italia. En suma, si uno planifica establecerse en Engadina, no puede evitar aprender, por lo menos, el abecé del italiano.
Pero los italianos, a causa de los que me sentí extranjera en el supermercado Coop, como lo expliqué al comienzo del texto, no tienen nada que ver con esos que pertenecen a la mano de obra ni tampoco con esos de la sociedad jet multimillonaria. Se trata meramente de la gente adinerada que goza de la vida simple y exclusiva en una región privilegiada. Por lo general, son milaneses ricos que huyen del trajín de la ciudad y encuentran la tranquilidad a una mera distancia de 170 kilómetros. Considerando su modo de vida, a primera vista nada les diferencia de los turistas suizos de clase media: hacen las compras en el supermercado ellos mismos, van de vacaciones con hijos y parientes, hacen senderismo y bicicleta, esquían, son propietarios de chalés equipados para recibir familia y huéspedes. Se puede decir que tienen una vida normal y saludable al aire libre, si no fuera porque se destacan continuamente en todas las situaciones. Tomemos por ejemplo la apariencia. Siempre van vestidos a la moda, no importa que hagan senderismo o las compras. A pesar de ello, no se nota particularmente su afición por la moda porque la llevan con discreción, como si nada los distinguiera del entorno, pero sabiendo pertinentemente que han optado por un vestido y un color convenientes, por un estilo preciso que será el distintivo que los señale. No necesitan colores chillones o ropas excéntricas. Por ejemplo, al caminar en las montañas prefieren el azul oscuro, pero un azul genuino con un toque de verde, y no un azul oscuro con un toque de rojo, un detalle tremendo, o el bermuda que descubre unas piernas bronceadas, aunque ya no muy tersas, o el pantalón largo bien ajustado, los calcetines de lana hechos a mano y los zapatos de cuero para la montaña. Incluso cuidan de su pelo largo y rubio pues con él muestran una leve y apropiada negligencia. ¡Cómo diablos hacen para tener este estilo! ¡Para nunca fallar¡ Las italianas – aquí hablo de las mujeres pero podría referirme también a los hombres – tienen aplomo y siempre dominan el terreno. ¡Bravo! Me gustaría seguir reflexionando sobre estos italianos caminando en la montaña. De verdad me entusiasma su elegancia discreta, pero me agota mucho su facundia ruidosa apenas se encuentran en grupos. A menudo los senderos están abiertos para los caminantes y los ciclistas. Como ciclista es horrible deber adelantar a un grupo de italianos. Nunca caminan de a tres, sino de a diez, charlando y ocupando toda la anchura del camino. Cuando finalmente se apartan de un paso para dejar espacio al ciclista, le echan una mirada reprobadora. ¿No oyen el timbre o no quieren ser molestados? Todavía no conozco la respuesta. A pesar de su arrogancia inherente los echarían de menos si faltaran en el paisaje étnico de Engadina porque representan entre los turistas todo lo que falta en ese jet set y en el suizo de clase media: tienen mucha clase y espontaneidad.
Estas anécdotas y reflexiones sobre los judíos y los italianos que encontré en una tarde de agosto en el supermercado muestran un aspecto de la vida publica en St. Moritz. También valdría la pena examinar de cerca el jet set que frecuenta el lugar entre la Navidad y los primeros días de enero, o a los deportistas de élite que se entrenan en verano, o a las personas de pelo blanco que acuden a los conciertos de música clásica por las mañanas de verano. Supongo que los observadores de la vida deberían estar gratificados.